A finales de marzo de este año, una dupla de emprendedores alemanes creó Pinky Gloves; guantes rosados de un solo uso que servirían –según explicaron al momento de presentar la idea a los posibles inversionistas–, para que las mujeres se puedan retirar el tampón sin ensuciarse las manos. Un producto de higiene femenino que se vendería a £12 el pack de 48 guantes.
La idea parecía venir a solucionar un problema inexistente, o un problema creado por ellos; y es que las mujeres nunca hemos necesitado guantes para interactuar con nuestro propio cuerpo, pero esa premisa no pareció ser de relevancia al momento de deliberar. El emprendimiento fue presentado, de hecho, en el equivalente alemán de Dragon’s Den, un reality en el que distintos emprendedores tienen tres minutos para convencer a cinco multimillonarios (hombres) para que inviertan en sus proyectos. Y, para nuestra sorpresa, como explica la columnista del medio británico The Guardian, Arwa Mahdawi, una idea insólita creada por hombres para mujeres, recibió la aprobación y la inversión de otros hombres.
Uno de los jueces, de hecho, quedó tan impresionado con el emprendimiento que decidió invertir £30.000. “Si bien Pinky Gloves es el ejemplo perfecto de una solución en busca de un problema, sus creadores no tuvieron mayores dificultades para encontrar financiamiento. A pesar de que la vagina está equipada con una impresionante tecnología de autolimpieza, los especialistas en marketing llevan décadas diciéndonos que debemos comprar sus productos para dejar de ser tan repugnantes”, declaró en su columna de opinión.
Y no fue solo Mahdawi la que se pronunció al respecto; el proyecto rápidamente despertó la furia en redes sociales y los creadores de Pinky Gloves se vieron obligados a pedir disculpas públicas en su Instagram y a anunciar que le dedicarían más tiempo a pensar en la estigmatización de la menstruación.
Este ejemplo, por más burdo que suene, no es el único. Históricamente, los hombres se han sentido con el derecho y autoridad de decirles a las mujeres lo que tienen que hacer y de qué manera hacerlo, incluso si se trata de cómo deberían enfrentarse a sus propios cuerpos. Como explica la autora estadounidense, Rebecca Solnit, en su libro Los hombres me explican cosas (2014), en el que narra la experiencia que vivió en una cena en la que un desconocido empezó a hablarle acerca de un libro que había leído, ignorando el hecho de que ella era la autora, y a pesar de que se lo habían comunicado previamente.
Y es que de eso se trata el mansplaining, un neologismo anglófono que une la palabra man (hombre) y explaining (explicar) para dar cuenta de una práctica mucho más habitual de lo que pensamos y que busca, en esencia, deslegitimar las habilidades de la mujer a través del discurso. Un micromachismo, como explican los especialistas, cuyas consecuencias –para nada micro– son las de invalidar y finalmente silenciar a la mujer, especialmente en espacios públicos en los que la posición de poder del hombre se va amenazada.
Como explica la socióloga del Observatorio de Género y Equidad, Tatiana Hernández, existe un imaginario hegemónico en el que es únicamente el hombre blanco y exitoso el que tiene el derecho a la palabra, y desde esa mirada y construcción social es que se crea la idea de lo que debiese ser la mujer. Nuestros deseos, por ende, se han construido a partir de eso. Y si no tomamos consciencia, gran parte de nuestra vida se desarrolla en torno a lo que otras personas quieren o esperan de nosotras.
“Por mucho tiempo las mujeres hemos estado ajenas a nuestro cuerpo, porque hay otros que nos dicen que solo es deseable de tal manera. En ese imaginario, un cuerpo que menstrua no es deseable”, explica. “Eso tiene que ver con un sistema de dominación general y los distintos dispositivos de control que se ajustan en la medida que vamos adquiriendo consciencia. A eso, además, hay que sumarle otro sistema de dominación que es el racismo y la mirada blanqueada de lo que tienen que ser las mujeres. Por último, hay que sumarle un tercer sistema de dominación que tiene que ver con la mercantilización de nuestro cuerpo”. O, en este caso, la monetarización de nuestra vagina. Y es que, como concluye la especialista, el patriarcado se va adaptando; sale la copita menstrual, que nos conecta con nuestro cuerpo, y en respuesta y a modo de resistencia salen los guantes de plástico para que no nos toquemos.
El ejemplo más concreto y gráfico de hombres diciéndonos qué hacer con nuestros cuerpos es la legislación del aborto. Como explica la investigadora y activista feminista de la Red de Politólogas, Fernanda Marín, cuando se discutió la Ley de aborto en el 2017, eran más hombres los que estaban presentes tanto en la Cámara como en el Senado. “Si antes era la Iglesia –que también estaba compuesta por hombres– en esa instancia fueron los políticos los que discutían si podíamos abortar o no”, explica. “La historia no nos ha hecho sujetas políticas y como no contamos con esa ciudadanía completa, estamos permanentemente a merced de que nos cedan derechos o nos den permiso para hacer cosas”.
De hecho, en esa discusión, fue el entonces Ministro de Salud, Jaime Mañalich, el que se negó a legislar respecto a la primera causal (cuando la vida de la madre está en peligro) aludiendo al hecho de que ‘hoy día las mujeres que tienen riesgo de vida por continuar un embarazo, la doctrina medica, moral y ética es clara y siempre va optar por salvarla’. Básicamente, como explica Marín, optar por no legislar porque el criterio que prima es el criterio médico. “¿Pero tenemos que depender de ese criterio? Era evidente que no todos los médicos optarían por salvar a la persona gestante, por algo existe la objeción de la conciencia. No era algo dicho desde la ignorancia, era taponeo consciente”.
Si hacemos el ejercicio de ir de lo más interno hacia fuera, como explica Marín, el control sobre las acciones de las mujeres está presente en todas las dimensiones y esferas. “La capa más interna es nuestro útero, pero en la medida que vamos saliendo, está nuestro cuerpo, nuestro vello corporal, el maquillaje y la manera de vestirnos. Hombres controlando cómo nos vemos y qué hacemos. Hasta llegar a la esfera pública, en la que nos acosan a diario. El acoso callejero es de las formas de control y disciplinamiento que las mujeres empezamos a sufrir de manera más temprana”.
El último acto, como explica la especialista, sería nuestro activismo político y social, e incluso ahí existen hombres que tratan de controlarlo. “Son contadas con la mano las veces que las mujeres podemos salir a la calle y habitarla sin temor. Pero hasta en esas instancias nos enfrentamos a hombres que nos cuestionan por qué las marchas son separatistas”.
Latercera.com
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